Pablo habla pausadamente. Bogotá ha sido su hogar casi toda la vida, pero suele regresar cada año a la casa familiar en La Palma (Cundinamarca). Allí, Ana Cleofe, su abuela, lo sentaba frente a la casa, a oír por el parlante la música que ponía el cura del pueblo todas las tardes. La canción más sonada era Tristezas del alma, o eso recuerda hoy, sesenta años más tarde.
Los domingos después de la misa, la abuela encendía su transistor y buscaba estaciones que programaran música colombiana. Ese es todo el bagaje musical que recuerda.
Ya adolescente, se prendó de esos objetos mágicos que producen sonidos: guitarras, tiples, requintos, bandolas. Un amor que empezó por casualidad.